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‘Ernestina’, un barco cargado de ilusiones hacia América

14 Mar

por Carlos Fuentes @delocotidianocf

Con el viento en las velas y las maletas repletas de ilusiones para buscar una vida mejor, miles de hombres y mujeres de Cabo Verde se jugaron todo a la carta de la emigración desde mediados del siglo pasado. Actor principal y testigo directo de estos viajes fue el barco Ernestina, un velero del que ahora se cumplen 125 anos de su botadura el día 1 de febrero de 1894 en Estados Unidos. Años después de su primera singladura, cumplida su etapa como buque pionero de la investigación pesquera en el Artico, el barco fue comprado por un empresario caboverdiano para dedicarlo a viajes del éxodo migratorio entre las costas africanas y Estados Unidos.

La historia del Ernestina refleja como pocas los viajes de los barcos la emigración desde las diez islas del archipiélago de Cabo Verde a las prósperas ciudades de la costa este de Estados Unidos. El barco fue construido en los astilleros de Gloucester (Massachusetts), donde en 1894 primero fue bautizado Effie M. Morrissey con el primer cometido de dedicarse a la búsqueda de grandes bancos de peces en las ricas aguas árticas. Después el barco fue derivado al transporte de mercancías en los duros años de la Segunda Guerra Mundial y, ya en la segunda mitad del siglo pasado, al transporte de pasajeros entre las costas de África y las emergentes ciudades de América del Norte. Se considera que el Ernestina fue el último velero que llevó a centenares de emigrantes a Estados Unidos de América y Canadá antes de que el éxodo americano de los ciudadanos europeos, africanos y asiáticos que apostaban por la emigración pudieran acceder al amplio mundo de oportunidades que abrió la aviación comercial internacional.

Fue en el año 1947, después de sufrir un grave incendio que dejó dañado este barco de 47 metros de eslora, cuando el capitán caboverdiano Henrique Mendes compró el velero para dedicarlo a los viajes de la emigración. Mendes lo rebautizó Ernestina en homenaje a su hija pequeña y con él hasta 1965 realizó decenas de viajes desde los puertos insulares de Praia y Mindelo, los dos principales de Cabo Verde, hasta la región norteamericana de Nueva Inglaterra. Los primeros viajes fueron comandados por el propio Mendes, pero otros nombres importantes en la historia del la tripulación del Ernestina fueron Ricardo Lima Barros, João Baptista, Arnaldo Mendes y Valentin Lucas, que han pasado a la historia de Cabo Verde gracias a la labor de documentación del marinero Traudi Coli.

Retirado de las travesías transatlánticas, la historia del velero Ernestina no se detuvo. Hasta 1972, este pailebote fue utilizado para viajes de cabotaje entre las islas de Cabo Verde. Cuatro años después, ya en 1976, los organizadores del bicentenario del encuentro de barcos en la costa este de Estados Unidos escribieron al presidente de la recién nacida República de Cabo Verde para solicitar el envío del Ernestina al cónclave marítimo. El presidente Aristides Pereira dio su visto bueno y el 11 de junio de 1976 el velero emprendió el viaje desde el puerto de Mindelo. Pero no fue una travesía fácil: el barco sufrió una avería de gravedad cerca de la costa americana y un posterior intento de remolque se saldó con daños severos en la estructura del velero. Su reparación llevó seis años de trabajo y una alta inversión que fue sufragada en parte por varios emigrantes caboverdianos y el propio gobierno del país africano.

El último viaje del velero Ernestina tuvo lugar en 1978, cuando Cabo Verde regaló el barco al pueblo de Estados Unidos como símbolo de las relaciones fructíferas con los emigrantes del archipiélago. Desde entonces esté atracado en el antiguo muelle ballenero de New Bedford, donde está abierto a las visitas de quienes quieran conocer esta historia emocionante del velero que ayudó a hermanar a dos países, dos pueblos, tan dispares como los Estados Unidos de América y la República de Cabo Verde. En las islas, no obstante, este capitulo histórico se guarda cada día en los bolsillos de isleños y visitantes: su estampa marinera, con las velas a todo trapo, ilustra una de las caras del billete de doscientos escudos caboverdianos.

 

Publicado en la revista de viajes NT en febrero de 2019

Sucupira, un mercado africano para conocer Cabo Verde

17 May

Sucupira 1

por Carlos Fuentes

Los mercados de África son un mundo aparte. En esta suerte de centros comerciales de lo cotidiano se dan cita cada mañana la vida, las noticias y los sueños de pequeños vendedores que salen adelante suministrando cualquier cosa que necesiten los vecinos. Y cualquier cosa abarca lo vivo y lo muerto, lo nuevo y lo viejo, lo propio y lo extraño. Como si fuera posible ofrecer África entera en un ramillete de calles. En la ciudad de Praia, la capital de Cabo Verde, el mercado africano se llama Sucupira. Y es un mundo aparte.

No está claro el origen del término Sucupira, al menos aquí en la isla grande de Cabo Verde. Se sabe, eso sí, que en Brasil da nombre a un árbol del que, además de madera y forraje, se nutre la población de hojas para infusiones medicinales. En la ciudad de Praia, Sucupira es otra cosa. Es el gran mercado de la capital, el pulmón comercial de la vida cotidiana. Abierto todos los días del año. Sucupira, además, está rodeado por varios hitos importantes de la geografía urbana de Praia. Sucupira es vecino del estadio de Várzea, ubicado en el popular barrio del mismo nombre. Es el campo donde la selección de fútbol jugaba sus partidos hasta el año 2013, cuando se mudó al nuevo estadio del barrio Achada São Filipe. Ahora juegan aquí equipos de Praia, Sporting Clube, Boavista, Clube Desportivo Travadores y Académica, pero no es lo mismo. Quizá por eso, por esa sensación de días mejores que son pasado, Várzea contagia aires de saudade a los aledaños de Sucupira.

Sucupira 2

Desde el estadio, dejando atrás el Palacio de Gobierno y el cementerio, la avenida Cidade de Lisboa desemboca en la puerta principal del mercado de Sucupira. Puertas hay más, pero conviene tomar esta como referencia para intentar orientarse luego en el ramillete de calles, callejones y callejuelas que dan forma al mercado africano. Al otro lado, la nueva iglesia apostólica también es una señal para orientar los paseos por el mapa cotidiano de Sucupira. En el cruce que bordea el templo está la salida principal por carretera al centro de la isla de Santiago y abundan paradas de furgonetas que se encargan del transporte de pasajeros y de abundante carga menor que se compra en Sucupira. Son las populares Hiace, modelo de Toyota que se antoja fundamental para entender cómo funciona la economía de mercado (y el mismo mercado de Sucupira) en Santiago. Con ellas cada día se hacen viajes que distribuyen mercancía a los pueblos todo lo comprado en Praia.

Sucupira 3

En Sucupira se vende de todo. A la pieza y al peso. El tramo inicial es un conglomerado de pequeños puestos de textiles, bolsos y productos domésticos. El espacio es reducido, pero sobre las mesas lucen botes de champú y otros productos de baño y cocina. Alguna peluquería avisa de que en la parte central del bazar los salones de belleza al estilo africano serán los protagonistas. Más propio de un mercado es encontrarse con artesanos del cuero y el metal. También hay artistas que aprovechan el vaivén comercial para vender cuadros en los rincones más insospechados. Una señora anuncia una remesa de bolsos de Senegal elaborados con hilos de plásticos de colores. Ochocientos escudos la pieza, poco más de siete euros. Más baratas son las telas estampadas, importadas de Dakar y Costa de Marfil, que vende otro puesto regentado por una pareja caboverdiana. Un vecino ofrece fruta de baobab y flores de hibisco para hacer bissap. Todo rodeado por un sinfín de souvenires multicolores que cuelgan de alambres por todo el mercado.

Por un latera del mercado, camino del parque 5 de Julio, se encuentra la zona de productos frescos, desde frutas y hortalizas a pequeños animales de crianza. Ricos plátanos caboverdianos, pequeños y sabrosos, para un tentempié sobre la marcha en el paseo por Sucupira. Al fondo se venden pollos y lechones, también algunas gallinas como las que cocinan en los restaurantes caseros que dan a la avenida Machado Santos. Tres euros por un plato de gallina estofada con verduras y arroz. En el mercado sigue el trasiego. Los puestos se repiten, pero siempre aparece algo diferente. Una esquina con pinta de garaje es la tienda de música más antigua de Sucupira, y conviene aprovechar la ocasión para conocer la morna y algunas otras músicas que pusieron al archipiélago africano en el mapa mundi de la cultura internacional con figuras como Cesária Évora, Ildo Lobo o el grupo Simentera.

Sucupira 4

Todos los pasillos de Sucupira desembocan en la zona de los bidones, otra singularidad del mercado. Al fondo, en un patio triangular techado con plásticos y chapas metálicas, veinte vendedores despliegan cada día la ropa y el calzado usado que llega a Praia en grandes bidones plásticos con cierre hermético. Si las tiendas de nuevo están en la parte alta de la ciudad, casi todas en el barrio administrativo de Plateau, en Sucupira se venden camisas y pantalones a precios para todos los bolsillos. Remites pintados en los bidones explican el negocio: desde Boston, Londres o Lisboa, emigrantes, familiares y ONGs envían bienes usados que abastecen el mercado de ropa y calzado barato en Sucupira. Cualquier prenda de bidón llegada en barco con meses de travesía se paga con escudos caboverdianos. El billete de 200 escudos reproduce a Ernestina, un pailebote que hasta 1965 llevó a muchos africanos a la emigración americana. Antes fue barco de exploración científica y militar en la II Guerra Mundial. Un guiño a la historia compleja de un país que cuenta tantos residentes como emigrantes lejos de sus diez islas atlánticas.

Publicado en la revista NT en marzo de 2016 

Cidade Velha, una fortaleza sobre adoquines con historia

9 Mar

Fortaleza de San Felipe

por Carlos Fuentes

Cuando los navegantes portugueses llegaron a la isla de San Antonio, apenas superado el ecuador del siglo XV, esta bahía esculpida por el mar sobre piedra volcánica negra fue uno de los primeros paisajes que el mundo antiguo conoció de las islas africanas de Cabo Verde. En 1642 el navegante Diogo Afonso, al servicio del infante Henrique de Portugal, dio noticia del archipiélago y pronto él mismo se hizo cargo de la gestión de la mitad norte de la isla. El navegante genovés Antonio da Noli se encargó de administrar la región sur, con capital en Ribeira Grande. Ahora llamada Cidade Velha, la población tuvo días de esplendor como puerto de paso de las numerosas travesías comerciales transoceánicas, el penoso tráfico forzado de personas en condiciones de esclavitud y la llegada creciente de colonos portugueses procedentes de las regiones rurales del Alentejo y el Algarve.

A tiro en una corta excursión en coche o transporte público desde la cercana Praia, capital nacional y ciudad más importante de Cabo Verde con más de cien mil habitantes, Cidade Velha está a unos diez kilómetros del casco urbano desde el desvío del barrio de Terra Branca, donde un pequeño mercado callejero local es buen lugar para aprovisionarse de frutas frescas como papayas o mangos. Un empedrado de adoquines de basalto negro, como cada vez se ven menos en las islas, desciende hasta la bahía de la ciudad antigua. El escenario parece sacado de una película de aventuras. Un castillo en ruinas preside la ensenada, a 120 metros sobre el mar. Y no es una torre cualquiera.

Fortaleza de San Felipe

Construida en 1593 para proteger Ribeira Grande, que en 1578 y 1585 había sufrido dos ataques del corsario inglés Francis Drake, la Fortaleza Real de San Felipe tampoco se libró de los asaltos piratas. En 1712 fue arrasada por el francés Cassard, que incendió el convento franciscano. Atrás quedaban hitos para la historia de la humanidad con las visitas de Vasco de Gama, que pasó por aquí en 1497 camino de la India, y de Cristóbal Colón, que al año siguiente hizo parada en costas de Cabo Verde en su tercer viaje a América.

Cidade Velha Pelourinho

Otra estampa de antiguos días de gloria en Ribeira Grande es el pelourinho que se encuentra en la plaza central, junto a Casa Velha, una de las viviendas originales de la ciudad. Levantado en 1520, esta columna de piedra servía a modo de picota para amarrar a los acusados de un delito y, en la época infame de la esclavitud, para castigar a los trabajadores forzosos. Hasta el siglo XVII Ribeira Grande se benefició sobremanera del dinero que se movía con el tráfico de esclavos hacia América al ser puerto de escala de barcos negreros entre las costas continentales de África y los destinos en América.

Tierra adentro, a espaldas del mar, ascendiendo por el cauce del barranco se encuentra la rua Banana, que está considerada la primera calle trazada en las tierras coloniales por el imperio portugués. Una vereda por sus casas bajas de piedra y techos de teja enlaza con la iglesia de Nuestra Señora del Rosario, otro hito en la historia de Cidade Velha. Construido en 1495, este templo fue el primer edificio religioso que los colonos lusos levantaron fuera de Portugal. La austera iglesia cristiana de estilo manuelino se mantiene en activo con misas semanales, mientras la vida pasa y las gallinas picotean el verde de su jardín.

Cidade Velha rua Banana

En Cidade Velha, a pesar de la escasez de agua, consuetudinaria en todas las islas de Cabo Verde, el verde es generoso. Cotizan las sombras de palmeras, buganvillas, flamboyanes, plataneras y matas de mango, ahora aprovechadas para albergar terrazas y restaurantes frente al mar. Entre platanales transcurre el camino empedrado que lleva a la zona residencial, donde destaca el hotel Vulcão, ampliado ahora con restaurante buffet y malecón para darse un baño. Este lugar es muy popular entre las familias caboverdianas y algunas aprovechan la jornada festiva de los domingos para almorzar platos típicos como la cachupa junto al mar mientras un grupo toca mornas y coladeiras, los ritmos musicales más importantes del folclor caboverdiano.

Cidade Velha Iglesia del Rosario

De regreso al centro de Cidade Velha, la visita se puede completar con un rato de descanso frente al mar. Conviene probar la cerveza local Strela Kriola, el café cultivado sobre ceniza volcánica en la vecina isla de Fogo y, si hay suerte, disfrutar del desembarco de los pescadores que vuelven a puerto tras el día de faena. Merece la pena degustar el pescado fresco cocinado en parrilla de leña, y los más interesados en la cultura africana pueden visitar algúna salas con artesanía. En la plaza se vende bisutería elaborada con caracolas de mar.

En el camino de vuelta hacia la capital Praia se encuentra otro lugar pintoresco, el pueblo de São Martinho Grande, pequeño núcleo vecinal junto a la carretera por el que aún discuten los municipios de Praia y Ribeira Grande de Santiago. Su iglesia de color rosa sobre la costa volcánica brinda una estampa singular de la isla de Santiago y pone fin a una excursión por la historia añeja de Cidade Velha, una de las siete maravillas del antiguo mundo colonial de Portugal junto a las fortalezas de las localidades de Diu (India) y Mazagán (Marruecos), y los templos religiosos de Macao (China), Goa (India), Ouro Preto y Salvador de Bahía (Brasil).

Publicado en la revista NT en diciembre de 2015

Mindelo, el pueblo de la diva de los pies desnudos

3 Sep

Cesaria  Evora

por Carlos Fuentes

Ocurre a veces que un hecho histórico, un acontecimiento extraordinario, pone un lugar en el centro del mapa del mundo. Pero también ocurre que ese mérito deba atribuirse a una única persona, ya sea por su fama internacional, por su prestigio profesional o, y es el caso de la cantante caboverdiana Cesária Évora, por convertir su canción en altavoz de un pueblo entero. Dos años después de su muerte, la añeja ciudad portuaria de Mindelo recuerda a su mito cultural con un festival que coincide con la luna llena de agosto.

Del archipiélago volcánico de Cabo Verde ya se tenían noticias antiguas por haber sido durante siglos lugar de parada y paso obligado en las grandes rutas del comercio marítimo hacia importantes destinos de Europa, América y Asia. Esta antigua colonia portuguesa, que dispone de gobierno independiente desde la independencia lograda en 1975, de pronto regaló al mundo la voz trémula de una cantante veterana que supo retratar con humildad y emoción la compleja idiosincrasia insular de estas diez porciones de tierra macaronésica, apenas cuatro mil kilómetros cuadrados, mil seiscientos kilómetros al sur de Canarias.

Cesária Évora, que este mes de agosto hubiera cumplido 72 años, falleció el 17 de diciembre de 2011, pero tuvo tiempo de enseñar al mundo la melancolía de la morna, la canción tradicional caboverdiana que algunos expertos consideran crónica de un pueblo que siempre miró al mar con saudade. Saudade, palabra con la que medio millón de habitantes del archipiélago denominan a la morriña. Porque Cesária Évora sacó la saudade a pasear por los principales escenarios del mundo y ya entonces la gran audiencia occidental supo situar a Cabo Verde en un atlas. Y en la geografía se localiza una de las principales singularidades de las músicas de Cabo Verde: el intenso trasiego histórico por sus puertos fue dejando en las diez islas aspectos culturales de la metrópoli portuguesa, pero también pespuntes de músicas brasileñas y de ritmos africanos continentales. Con instrumentos acústicos como el cavaquinho, una suerte de guitarra de cuatro cuerdas que es prima hermana del timple canario y del ukelele y que terminó por complementar los sonidos más europeos del violín, el clarinete y el acordeón. La cosecha de esta hibridación, macerada como todos los buenos vinos, ha sido una música de profundo poder evocador, triste y contemplativa.

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En la antigua colonia portuguesa, que había sido descubierta por exploradores del reino luso a mediados del siglo XV y que muy pronto se ganó un lugar como puerto de aprovisionamiento en travesías transoceánicas, nació Cesária Évora el 27 de agosto de 1941. Como muchas otras mujeres del archipiélago menos desarrollado de África, la joven estaba llamada al duro trabajo doméstico, pero ella se rebeló contra la tradición social que, por entonces, separaba por clases a las personas de raza negra de la minoría selecta blanca que gozaba de cierta comodidad de medios para vivir. Marginada en su propia ciudad, Cesária Évora optó por salir a cantar cada noche para tratar de ganarse la vida en tabernas marineras de mala muerte que años atrás abundaban en los arrabales del puerto de Mindelo, su ciudad natal en la isla de San Vicente. Su primer público fueron marineros, pescadores y navegantes varados en tierra de nadie, entre alcohol barato y mucha desesperación. Gentes, en fin, del escalafón más bajo de la sociedad isleña. Y allí fue donde emergió la morna, esa canción triste que se podría definir como el trasunto caboverdiano del fado portugués. Porque la morna es para los habitantes de Cabo Verde lo que el bolero y el son montuno son para Cuba, el tango para Argentina y el flamenco para España. La sincera banda sonora del pueblo, de sus días de pena y de contadas alegrías efímeras.

Entre morna triste, mucha bebida barata y malos humos tabernarios transcurría la vida convencional de Cesária Évora, hija de una cocinera ciega y de un músico aficionado. Hermana de cuatro invidentes. Criada en un monasterio de monjas donde aprendió a cocinar, lavar y planchar. Luego madre con diecisiete años de un marinero que la abandonó. Allí cantaba por unas monedas, por un trago de aguardiente o un paquete de cigarrillos, aunque a veces lograba entrar en los estudios de emisoras de radio locales, Radio Barlovento y Radio Clube de Mindelo, para grabar piezas de B. Leza, el principal compositor de mornas del archipiélago. Pero su suerte pronto iba a cambiar. A finales de los años ochenta su voz frágil, macerada por cada noche de tragos, llamó la atención de un operario del servicio de ferrocarriles portugués. José da Silva se convirtió entonces en su fiel amigo, en un apoyo clave para presentar la morna a las grandes audiencias del mundo entero. Y el resto, valga por una vez el tópico, ya es historia grande. Porque Cesária Évora deslumbró cuando viajó a París, tan descalza como vivía en su austero hogar de Mindelo, para presentar en concierto en 1988 las canciones de su primer álbum, La diva aux pieds nus. Y así se le conoció desde entonces, ella era “la diva de los pies desnudos”.

Cesaria Évora (live)

El enamoramiento del público francés, y poco después de la gran audiencia europea, fue inmediato, instantáneo. Y comenzaron a surgir comparaciones de altos vuelos: que si Edith Piaf, que si Amália Rodrigues, que si Billie Holiday… pero Cesária Évora era una cantante única, con una personalidad arrolladora y combativa. “Nunca he compartido mi casa con un hombre, siempre viví con mi mamá. Para mí estar con un hombre es como beber agua. Te enamoras, te embarazas y ya. Me sorprenden las mujeres que permiten que los hombres las hagan sufrir sin hacerlas felices. No entiendo que sigan ahí, que se queden con ellos. No, no, yo no tengo paciencia para soportar a quien no me trata bien”, repetía en sus entrevistas, “pero lo que canto no es mi sufrimiento sino el de las personas que escribieron estas músicas”. Y con esas canciones ella conquistó teatros del mundo entero hasta su fallecimiento hace dos años. Atrás queda su discografía extraordinaria, canciones como Sodade, que ya está en la memoria colectiva de Cabo Verde, su pasaporte diplomático como embajadora cultural del pequeño país atlántico y su estampa amable de una señora que había comenzado a cantar descalza en las tabernas para denunciar la marginación racista que, durante muchos años, demasiados, impidió caminar por las aceras a los caboverdianos que no tenían dinero ni para comprar un par de zapatos.

Casas de Mindelo

Pasear por la historia de Cesária Évora, a quien sus compatriotas llamaban con cariño sincero Cizé, es también recorrer la ciudad de Mindelo. Situada en la isla de San Vicente, séptima en extensión de las nueve habitadas del archipiélago y capital cultural del país, la población está vinculada a su puerto y al histórico trasiego de barcos en las rutas comerciales hacia América y Asia. La intensa actividad portuaria tuvo su época de esplendor en la segunda mitad del siglo pasado y testimonio de ese auge es el patrimonio arquitectónico colonial que aún se conserva en un aceptable estado en el centro de la localidad. Allí, entre calles empedradas con sabor añejo, se puede visitar el antiguo Palacio del Gobernador, renombrado como Palacio del Pueblo a partir de la independencia de Portugal en 1975, y el Liceo Nacional Infante Henrique, construido en 1917 y ahora Escuela Jorge Barbosa en honor del poeta autor de Archipiélago, hito de las letras insulares. También se puede visitar el histórico colegio infantil Lar de Nhô Djunga, la Iglesia Mayor, el Fortín del Rey, el edificio más antiguo de la ciudad, y una retrospectiva del artista João Cleofas Martins, pionero del retrato fotográfico en Mindelo. Y para los amantes de la música, la luna llena del 21 de agosto iluminará el festival anual que se celebra en la bahía de las Gatas.

Publicado en la revista NT en agosto de 2013

Cinco siglos de historia ante quince kilómetros de mar

10 Jun

Cabo Verde mapa 1746

CABO VERDE

por Carlos Fuentes

Puede hacerlo en cómodo autobús o en bicicleta, incluso a pie. Apenas quince kilómetros separan Praia, la capital del archipiélago de Cabo Verde, de su añeja vecina, Cidade Velha, la primera población fundada hace cinco siglos en estas islas africanas. Quinientos años de recorrido entre vestigios del auge colonial, reposada vida callejera, huellas de religión antigua y, ya hoy, una tranquila ciudad comercial y turística abierta al oceáno Atlántico.

La historia del archipiélago de Cabo Verde, situado a algo más de seiscientos kilómetros al oeste de la costa continental africana de Dakar (Senegal) y a unos mil seiscientos kilómetros al sur de las islas Canarias, arrancó en el año 1456 con una controversia entre caballeros de ley por la autoría de la primera noticia de su descubrimiento. Porque tres hombres de mar son aún los aspirantes al hallazgo de estas diez islas africanas: el explorador genovés Antonio da Noli, el navegante veneciano Luis Cadamosto y el viajero portugués Diogo Gomes de Sintra. Suele atribuirse la gloria a este último marino, aunque los tres nobles trabajaban para el infante Henrique de Avis “El Navegante” (1394-1460) y, a la postre, el reino de Portugal sumó la conquista de una decena de islas deshabitadas que, en los siglos siguientes, se iban a convertir en puertos fundamentales para el desarrollo de las importantes rutas comerciales atlánticas hacia destinos de América y Asia. Fue durante este intenso trasiego histórico cuando, poco a poco, se tejió para siempre la singular personalidad social y cultural del pueblo caboverdiano.

Cabo Verde campoMedio millón de personas residen actualmente en Cabo Verde, cuyas diez islas suman una extensión total de poco más de cuatro mil kilómetros cuadrados. En lo relacionado con la actividad económica, comercial y turística de Cabo Verde, tres islas sobresalen por su importancia: la isla de Santiago, donde se ubica la ciudad de Praia como capital de la república; la isla de Sal, centro de actividad turística con un aeropuerto de escala internacional; y la isla de San Vicente, en cuya capital Mindelo late el corazón cultural de los caboverdianos. Es curioso el caso de Cabo Verde: muchas personas no han sido capaces de dar su ubicación concreta hasta la aparición de una cantante menuda que cautivó al mundo con sus canciones de melancolía, morriña y nostalgia. Con Cesária Évora no solo se conoció la morna, esa canción emblemática del folclor caboverdiano, ya que al mismo tiempo muchos lograron, por fin, situar a este archipiélago en un mapa. Y por cerrar el círculo musical, no sólo de morna vive el caboverdiano, aficionado desde siempre a otros ritmos bailables como el funaná y las festivas coladeiras.

 Aunque todo empezó cinco siglos antes. En 1462 el primer asentamiento tomó el nombre de Ribeira Grande y se convirtió en el primer núcleo poblacional de un país europeo más allá de la cornisa mediterránea del Magreb, ya al sur del gran desierto del Sáhara. Posteriormente, en el año 1532, con la concesión de la bula del papa Clemente VII, Cidade Velha acogió la primera diócesis de la iglesia católica asentada en la costa occidental de África. Estos factores de desarrollo incipiente elevaron la importancia social, económica y comercial del primer puerto de la isla de Santiago. En épocas posteriores por su bahía pasaron marinos ilustres como el portugués Vasco de Gama, que en 1497 se detuvo en Cabo Verde en su ruta marítima hacia la India, y el genovés Cristóbal Colón, que se aprovisionó en Cidade Velha en su tercer viaje a América realizado en 1498. También son famosas las visitas del corsario inglés Francis Drake, que asaltó la ciudad varias veces entre 1578 y 1585. Menos orgullo causa el protagonismo que esta ciudad antigua tuvo durante los siglos XV y XVI debido al tráfico de esclavos y al comercio de madera, caña de azúcar, algodón y frutas tropicales.

Praia Chaves (Boavista, Cabo Verde)

En Cidade Velha la historia late en las calles y en su patrimonio arquitectónico. Designada en 2009 ciudad patrimonio de la humanidad por la Unesco, una ruta turística por la añeja capital de Cabo Verde ofrece visitas a edificios singulares como las iglesias de Gracia y de Nuestra Señora del Rosario, el templo colonial más antiguo del mundo y superviviente de media docena de iglesias de la época portuguesa dedicados a la Virgen de la Concepción, Santa Lucía y San Pedro. En la parte baja de la ciudad se encontraba la casa hospital de la Misericordia y el antiguo centro de la Compañía de Jesús, muy próximos al Palacio Episcopal y a las ruinas de la catedral de Cidade Velha, edificada en estilo renacimiento tardío en 1705 y arrasada siete años después. Aquí sobreviven la fortaleza real de San Felipe, que vigila la bahía desde 120 metros de altura; el convento de San Francisco, construido a mediados del siglo XVI y luego saqueado por piratas franceses liderados por Jaques Cassard en 1712; y una picota o “pelourinho” con rollo de mármol esculpido en estilo manuelino sobre tres peldaños en 1520. Es el símbolo del esplendor colonial de Cidade Velha, antigua capital de las islas de Cabo Verde, que aún se mantiene entre las siete maravillas históricas de origen portugués en el mundo junto a sitios de Brasil, India, China y Marruecos.

El relevo de Cidade Velha como capital del archipiélago, estado independiente desde el 5 de julio de 1975, lo había tomado la ciudad de Praia en el año 1769. En la actualidad esta urbe portuaria de 125.000 habitantes ofrece razonables oportunidades para pasear con tranquilidad y disfrutar de sus atractivos turísticos. En Praia se desarrollan también buena parte de las actividades comerciales y empresariales del país, e incluso en algunos lugares emblemáticos de la ciudad es posible combinar el ocio con el negocio al aire libre. Uno de los paseos recomendables transcurre entre árboles y calles de tierra por el popular mercado central de Sucupira, un laberinto de tiendas y puestos móviles ubicado en el barrio de Várzea en el que cada día se ofrecen las mercancías más diversas. En este amplio centenar de establecimientos populares se venden desde las típicas telas africanas estampadas de colores a un importante catálogo de productos artesanales destinados para la mesa o el salón. Todo siempre ambientado con música popular isleña, pasatiempos de ocasión y sabrosas comidas tradicionales caboverdianas. Junto a este epicentro comercial de uso diario, la ciudad de Praia también ofrece visitas interesantes al Palacio de la Cultura, al Museo Etnográfico, al cuartel de Jaime Mota y al Archivo Histórico Nacional. Asimismo, en la parte baja de la ciudad se encuentra el animado campus de la Universidad de Cabo Verde, muy cerca de las plazas de Luis de Camões y Alejandro de Albuquerque.

Iglesia Cidade Velha Cabo verdeY en Cabo Verde no hay historia antigua en la que no aparezca una iglesia centenaria. Aquí la tradición conserva un hito fundamental para comprender la propagación intercontinental de la fe cristiana. La Iglesia de Nuestra Señora del Rosario es el templo más importante del archipiélago africano. Y no es una iglesia cualquiera: está considerado el primer recinto sagrado católico que se construyó en la costa occidental de África y, sin duda más importante, la primera iglesia construida en suelo colonial. Levantada en 1495 con una obra de estilo manuelino portugués, el templo situado en el corazón de Cidade Velha, que fue capital nacional en la isla de Santiago hasta el año 1769, se mantiene en pie gracias a su restauración con fondos portugueses y españoles. Similar a la Iglesia de Nuestra Señora de la Luz, otro ejemplo del gótico tardío portugués ubicado en Mindelo, isla de San Vicente, este templo de Cidade Velha acogió en 1652 al padre Antonio Vieira en la ruta de apostolado hacia Brasil. Todavía hoy se puede asistir a misa domingo y recordar la generosa descripción del lugar que hace tres siglos y medio hizo el religioso portugués: “Hay aquí padres tan negros como azabache. Pero sólo aquí son diferentes de los de Portugal, porque tan doctos, tan bien criados, tan buenos músicos que dan envidia a los mejores de las mejores catedrales de Portugal”.

Publicado en la revista NT en junio de 2013

Turistas nuevos por las viejas calles de Madeira

5 Abr

Funchal Madeira

Por Carlos Fuentes

Hay lugares pequeños repletos de historias grandes. Y las islas de Madeira y Porto Santo están a la altura del paso del tiempo. Descubiertas por marinos portugueses a principios del siglo XV, estos dos pedazos de región atlántica de Portugal atesoran suficientes argumentos para que el viajero visite su historia añeja y contemple las riquezas que la naturaleza brinda en apenas ochocientos kilómetros cuadrados de tierra firme.

Aunque hay vestigios anteriores a la conquista portuguesa, la vida conocida de Madeira, la isla, y de Porto Santo, su hermana pequeña, hunde sus raíces en los albores de la navegación transatlántica. Y comenzó con una casualidad: en 1418 los barcos de João Gonçalves Zarco y Tristão Vaz Teixeira, caballeros del Infante Henrique en la ocupación portuguesa de Ceuta ocurrida tres años atrás, recalaron en la costa de Porto Santo después de sufrir una avería durante su navegación por el litoral africano. Al año siguiente, seguidos por Bartolomeu Perestrelo, los tres navegantes sentaron los reales portugueses en Madeira. Y en 1425, decidida la ocupación estable de las dos islas con las miras puestas en su elevada importancia estratégica en las rutas comerciales, impulsaron el establecimiento de primeros núcleos poblados. Fue un caso singular: las tres familias portuguesas de los navegantes descubridores fueron las primeras en fijar residencia, con una representación de la nobleza del continente e incluso algún ex presidiario, en estas dos islas atlánticas recién conquistadas para la corona de Portugal. Por ubicarnos en el mapa: a 450 kilómetros al norte de Canarias y a 700 kilómetros al oeste de la costa africana frente a Marruecos. De la capital nacional, Lisboa, la isla de Madeira se encuentra a 975 kilómetros.

Madeira FunchalCon Funchal como primer epicentro portuario y ciudad en ciernes, el ingenio portugués y la abundancia de bosques para extraer madera (de ahí el nombre de la isla grande) permitieron distribuir agua natural desde la comarca norte a la más seca zona sur de la isla. Y con el agua llegó el trabajo en el campo. La agricultura se convirtió en un creciente factor de riqueza en las islas y, junto a la pesca, originó las primeras explotaciones de entidad. El buen trigo de Madeira pronto dio para abastecer a la incipiente población local y luego se convirtió en el primer producto de exportación al continente. Otra casualidad, la crisis coyuntural en el cultivo de cereales, llevó al Infante Henrique a ordenar la plantación de caña de azúcar. La decisión se confirmó como un gran acierto y, como ocurrió también en Canarias, las islas portuguesas vieron pasar el siglo XVI en una situación ventajosa. El prensado de la caña permitió el auge de la labor de refinado, cuyos méritos eran reconocidos en los principales mercados europeos. Y al igual que en Canarias, la riqueza del azúcar se plasmó en obras de arte flamenco que eran instaladas en las iglesias más antiguas de Madeira.

Madeira palmCon el siglo nuevo, ya en el diecisiete, estas dos islas portuguesas dieron otra vuelta de tuerca al trabajo en el campo. Al calor de la creciente proyección internacional de los vinos portugueses en Europa (a finales de siglo el añejo vino de Oporto ya será un clásico en las mejores mesas continentales), Madeira y Porto Santo también se apuntaron a la fiebre vinícola impulsada por el interés británico en los caldos portugueses. De hecho, la declaración de puerto de escala para la flota inglesa entre 1660 y 1704 permitió que comerciantes de esa nacionalidad arraigaran en Madeira, fundaran negocios, impulsaran el comercio con el continente y, a la postre, terminaran por definir buena parte de la idiosincrasia de los isleños. Un último apunte histórico tomado al vuelo se puede escribir en clave individual: originario de Madeira era el fotógrafo Jordão da Luz Perestrello, autor de las primeras imágenes de uso turístico en su isla natal y en Canarias, sobre todo a partir de su residencia desde 1900 en Las Palmas de Gran Canaria. Fotógrafo no exento de perfil polémico porque, aprovechando la escasa comunicación que existía entre ambos archipiélagos, posesiones insulares de países rivales, llegó a falsificar imágenes y nombres de ambas regiones. Tan fácil situaba el mismo paisaje en un jardín de Funchal como vendía otra postal con el mismo escenario aunque databa la foto en el norte de Tenerife. Con todo, Jordão da Luz Perestrello dejó su sello en el álbum clásico de la fotografía en Canarias.

Old FunchalEn la actualidad la postal turística ha caído en desuso, pero las visitas siguen siendo un motor económico para Madeira. Puerto habitual de cruceros, como antes lo fue de barcos transatlánticos, la ciudad de Funchal condensa buena parte de las actividades de interés turístico. De hecho, una ruta por esta capital regional de 112.000 habitantes comienza por su puerto de larga trayectoria, ya que frente a la rada está el histórico barrio de Santa María, primero que acogió a la población venida del continente, y uno de los tres barrios viejos de Funchal junto al barrio de la catedral Sé, también al pie de la bahía, y el de San Pedro, ya en las estribaciones de la loma principal sobre este puerto de bella estampa. Por el camino, el paseo permite indagar en la historia de la obra civil, militar y religiosa en Madeira. Se conservan edificios añejos como la iglesia-monasterio de Santa Clara, construida a finales del siglo XV. Respuesta a los saqueos fue la edificación del sólido palacio-fortaleza de San Lorenzo, con su singular torre almenada ante la bahía. El culto cristiano se radicó en la emblemática catedral de 1514, a la altura de las necesidades cuando Madeira fue la capital religiosa de la Iglesia Católica en las tierras conquistadas en América. En este templo se puede contemplar una cruz de plata maciza donada por el rey Manuel I y que está considerada uno de los mejores diseños de la orfebrería portuguesa.

Antes de salir de excursión por la isla conviene visitar algún museo en Funchal. Y los hay para casi todos los gustos. De arte flamenco y portugués se nutre el de Arte Sacro, el Museo Vicentes ofrece una retrospectiva de la historia de Madeira y Porto Santo a través de sus fotografías y el Arte Contemporáneo exhibe nuevas tendencias en el antiguo fuerte de San Tiago. Los amantes del vino y su historia legendaria tienen dos paradas estratégicas: el Museo del Vino, el Bordado y la Artesanía y el museo-bodega que rescata la historia de John Blandy, uno de los pioneros del vino espirituoso de Madeira a partir de su establecimiento en la isla en 1808. Para quienes busquen momento de sosiego entre paseos está la Quinta de las Cruces, interesante parque con orquidario en la que fue segunda residencia del descubridor João Gonçalves Zarco, o el Museo Regional de Madeira, ubicado en el Palacio de San Pedro como colofón de la historia pasada y reciente de este archipiélago portugués en el Atlántico.

Porto Santo MadeiraConocida la historia junto al mar, las tierras altas de Madeira permiten disfrutar de una panorámica imponente sobre la bahía de Funchal, que para muchos barcos es el último puerto europeo antes de afrontar la travesía trasatlántica, y también adentrarse en uno de los últimos boques de laurisilva que se conversan en Europa. Esta excursión debe comenzar en la localidad de Monte, situada a unos nueve kilómetros de la costa capitalina y donde se puede visitar la iglesia de Nuestra Señora de Monte, venerada en la región desde 1470, y pasear los ocho kilómetros de jardínes y bosques en el Largo das Babosas. Aunque el tesoro verde espera monte adentro. Declarado Patrimonio de la Humanidad en 1999, el bosque de laurisilva de Madeira brinda aromas de árboles milenarios como el til, el laurel, el viñátigo y el palo blanco junto al brezo y el acebiño de Madeira. Entre ejemplares de paloma torcaz endémica, de petrel de Madeira y de cernícalos y pinzones, el visitante del Parque Natural de Madeira puede contemplar la zona de reserva integral con la que se intenta conservar esta reliquia vegetal de pasado, unos bosques de historia legendaria que apenas sobreviven en otras áreas de Canarias, Azores y Cabo Verde.

Publicado en la revista NT en abril de 2013

 

La puerta sonriente de África

6 Nov

GAMBIA

Por Carlos Fuentes

Vista sobre el mapa, Gambia se antoja una leve sonrisa en la costa de África occidental, mil seiscientos kilómetros al sur de Canarias. Este país, el estado más pequeño del continente africano, apenas cincuenta kilómetros en su parte más ancha de norte a sur, saltó de los atlas de geografía a los libros de historia con el mismo nombre del río Gambia que contemplaron los primeros viajeros extranjeros en el siglo X. Un mundo y doce siglos después, Gambia apuesta ahora por afianzar su posición al alza como una de las principales referencias turísticas, económicas y ecológicas en el oeste de África. Sus ricos paisajes, el calor seguro del clima tropical y una estabilidad socio-política notable para la media africana son tres de los factores que han convertido a Banjul, su capital, en un destino creciente para los viajes de ocio. Gambia como puerta amable a África, al África del descanso y de los paisajes de ensueño, al África que olvida los problemas cotidianos para soñar con aventuras antiguas y sabores nuevos.

Gambia, la costa sonriente de África. Sus once mil kilómetros cuadrados (una extensión similar a Asturias, con 1.295 kilómetros cuadrados ocupados por el río, con otros ochenta kilómetros de costa) son símbolo superviviente de una extensión mayor por la que lucharon árabes, portugueses, ingleses y franceses en busca de las posesiones en las costas africanas que permitieran el dominio regular de las rutas marítimas entre Europa y Asia. En la actualidad, sus 1,7 millones de habitantes se reparten entre la vida urbana, principalmente en la capital y la ciudad más importante, la vecina Serrekunda, y los trabajos rurales en la agricultura. Distribuida en cinco departamentos interiores y el área urbana de Banjul, la vida social y económica de Gambia gira en torno al río. Con 1.130 kilómetros de longitud desde su nacimiento en la vecina Guinea, el río Gambia ocupa el 10% de la superficie del país y sustenta la agricultura (cacahuete) y la pesca artesanal en las cinco regiones interiores de Janjanbureh, Mansa Konko, Basse, Kerewan y Brikama, donde hoy reside el 60% de la población nacional, integrada por más de media docena de pueblos étnicos diferentes (mandinga, diola, serer, wolof, soninké, krio…) y otras tantas lenguas distintas. Quizá esta diversidad social tan compleja haya provocado que el idioma oficial de Gambia, heredado del dominio colonial británico que se alargó hasta 1965, sea el inglés.

En el ámbito cultural, una visita a Gambia ofrece la posibilidad de conocer mejor sobre el terreno la evolución de los pueblos que han habitado esta esquina del oeste de África. También los escenarios en los que se desarrolló el infame apresamiento de africanos para el comercio de esclavos negros en Europa y América. Tragedias aparte, en la música también está presente el rico crisol de influencias culturales que desde hace un siglo confluyen en los márgenes del río Gambia. Aquí nació el cantante Laba Sosseh, apodado El Maestro, sin duda el músico africano que logró una mayor popularidad internacional durante el auge de la música afro-latina en los años sesenta y setenta. Sosseh, que trabajó en París con la Orquesta Aragón, fue el primer africano que obtuvo un disco de oro con una grabación de salsa. Otras referencias culturales importantes para entender la vida cotidiana en la Gambia contemporánea son los escritores Cham Joof, Ebou Dibba y Lenrie Peters. En cine la referencia nacional es el director Segun Oguntola, autor del premiado largometraje Arrou. Y en el deporte todavía se recuerda a Biri Biri, el ex jugador del Sevilla, como el mejor futbolista gambiano de todos los tiempos.

Convivir en la naturaleza, descubrir la fauna salvaje y disfrutar de los paisajes son tres argumentos potentes para explicar el auge creciente de las visitas del turismo internacional en Gambia. El avistamiento de aves, monos, chimpancés, hipopótamos, serpientes y cocodrilos es uno de los platos fuertes de las siete grandes áreas naturales del país, los parques nacionales de Bijilo, Kiang, Tanji, Abuko, Baobolong, Niumi e islas Baboon. Especial interés para los amantes de la naturaleza tiene la reserva nacional de Makasutu, situada al sur de Banjul y considerada sagrada por muchos gambianos. En esta zona ribereña se ofrece una visita didáctica al río Gambia que ya ha sido galardonada por publicaciones especializadas en turismo ecológico, una experiencia similar a la posibilidad de convivir en un poblado de la etnia diola en el cercano campamento de Tumani Tenda. Desde esta aldea, fundada con el nombre de un recolector de maní y ahora apenas trescientos vecinos, se programan jornadas de pesca, agricultura y actividades sociales para conocer la etnia que vive entre Gambia y Senegal.

Viajar a Gambia también ofrece la oportunidad de conocer sobre el terreno uno de los lugares donde durante siglos se desarrolló una actividad crucial para entender la configuración social del mundo actual. Desde las costas atlánticas africanas salieron muchos de las embarcaciones que transportaron esclavos africanos al nuevo mundo a partir de los descubrimientos de Colón en 1492, y aún quedan vestigios de este tráfico inhumano. Fort James es uno de esos lugares añejos donde la historia con mayúsculas asentó sus reales. Construido en 1651 por militares y colonos holandeses, apenas una década después pasó a manos militares inglesas para potenciar el tráfico de oro, marfil y, violencia mediante, el apresamiento de los futuros esclavos negros como mano de obra barata en América.

Situada veinte kilómetros río Gambia adentro, al refugio del Atlántico, esta isla mínima ya fue declarada patrimonio de la humanidad por la Unesco en 2003 como parte de la ruta de los esclavos. Ocho años después, la isla cambió su nombre colonial por el más gambiano Kunta Kinteh, quizá señuelo nacionalista pero que tiene una justificación histórica: Gambia se convirtió en el plató natural de rodaje para la popular serie de televisión Kunta Kinte. Aquella historia de la esclavitud de una familia de africanos pobres en los campos de algodón al sur de Estados Unidos y que está basada en el libro Raíces del escritor afro-americano Alex Haley. En la actualidad, la isla de las cadenas está abandonada aunque todavía es posible visitar las ruinas mal conservadas de las antiguas mazmorras donde se encerraba a los esclavos y algún cañón oxidado que vigila, dormido, las aguas turbias de la historia del río Gambia.

Publicado en la revista NT en noviembre de 2012

La ciudad de colores que prohibió pintar de negro

3 May

VALPARAÍSO

Por Carlos Fuentes

En tiempos lúgubres a este lado del mar reconforta cruzar el gran Atlántico para conocer una ciudad colgada de los cerros. Un lugar de casitas de colores con las ventanas abiertas que prohibió, y lo hizo por ley, pintar sus casas de negro. Valparaíso, que así se llama este lugar, fue durante siglos el puerto de referencia para todos los barcos que realizaban el viaje de circunvalación por América del Sur. No existía, claro, ese invento humano de ingeniería contra la geografía llamado canal de Panamá. Y a este cronista, que siempre ha sentido una extraña devoción por los lugares detenidos en el tiempo, Valparaíso se ha brindado ahora como un pantalán para el optimismo en tiempos de cólera.

Ni los enciclopedistas se ponen de acuerdo al determinar el origen de esta urbe portuaria, arrabalera, colgada de los cerros, que se extiende como observatorio panorámico sobre el azul turbio del océano Pacífico. Por explicarnos: existen dos versiones que sitúan el topónimo Valparaíso (que, es lógico, procede de la unión entre los términos “valle” y “paraíso”). La teoría más antigua, pero no por ello menos discutible, señala que fue el descubridor del puerto, el navegante y militar español Juan de Saavedra, quien otorgó este nombre en honor de su pueblo natal, Valparaíso de Arriba, en la provincia manchega de Cuenca.

Otra versión histórica atribuye la designación del puerto chileno a la soldadesca del navegante genovés Juan Bautista Pastene, que deslumbrada por la belleza del lugar habría bautizado la zona Val del Paraíso. De ahí al actual Valparaíso apenas van cuatro siglos y varias contracciones lingüísticas. Aunque, al margen de este debate histórico nunca resuelto, los vecinos de la ciudad han terminado con toda discusión: para sus actuales trescientos mil habitantes la ciudad se llama Valpo. Así, a secas, con no poco cariño de sabor chileno.

Caminar Valparaíso es un ejercicio recomendable para la salud del cuerpo. Sus cerros obligan a transitar entre callejuelas estrechas, callejones sin salida y no pocos peldaños. Pero también para el bienestar del espíritu. Aquí se mantiene en activo el diario más antiguo de América Latina, “El Mercurio de Valparaíso”, todavía instalado en un edificio-monumento de estilo neoclásico francés, y aquí siguen llegando artistas jóvenes para aprender a pintar una gama infinita de colores que va cambiando según sea la orientación diaria de la luz del sol.

“La casuela”, del pintor Gonzalo Etcheto

En la parte alta del sector sureño, ahora convertido en apeadero de turistas y parejas de enamorados, aparece el argentino Gonzalo Etcheto en plena faena: pintor autodidacta de la ciudad de Mendoza, se ha especializado en el retrato colorista de las casas caleidoscópicas de Valparaíso. “Con esto vivo, y de esto quiero vivir”, señala el artista sin negar que el alimento para el alma no alcanza, a veces, para llenar la heladera. Ahora el mendocino expone su obra optimista en la galería Bahía Utópica, nombre que no se antoja más apropiado para su menester positivo. Y la sala de arte está ubicada en Cerro Alegre, qué gracia, en la frontera del casco histórico de la ciudad, patrimonio mundial desde 2003.

Son infinitos los paseos posibles por Valparaíso y, aunque uno disponga de la espléndida ayuda de un amigo local (en mi caso, un erudito de Valparaíso y de muchas otras cosas más), lo mejor es actuar como un flâneur, con el permiso poético de Baudelaire. Dicho en plata: dejarse llevar en un rumbo sin brújula, caminar por pura intuición. Pasear sin mapa en los bolsillos para descubrir la esquina nunca imaginada, el olor a sanguche de palta, el eco del vocero de los pescados del día, el puestecito de maní tostado y cotufas dulces, el carrito de los panchos calientes…. O centenares de grafitos urbanos, porque Valparaíso es un museo inmenso al aire libre. También para acercarse, a bordo de uno de los ascensores vetustos que sobreviven a la desmemoria, a la casa de Pablo Neruda, llamada La Sebastiana, levantada sobre un cerro color jardín trufado por calles con mosaicos con versos emocionantes de Federico García Lorca.

Y para cumplir con una liturgia antigua del viajero aprendiz de todo, maestro de nada: parroquia, cementerio y plaza de mercado. La Iglesia de la Matriz sigue en pie después de ver pasar a piratas (Francis Drake arrasó la ciudad en 1578: como únicos tesoros se llevó el cáliz de plata y las dos vinajeras para la misa) y ser construida otra vez tres siglos después. En el cementerio de Playa Ancha, fundado en 1887, descansan los restos de los próceres locales, memoria vieja de los tiempos pasados que aquí fueron mejores. Y en el mercado de abastos, como ocurre en todo Chile, mirar a los ojos saltones de sardinas con escamas vivas como espejos mágicos, palometas negras disfrazadas para el camuflaje y peces sable que ya no amenazan a nadie. U oler el yodo fuerte del piure, sabor intenso como el que regalan el picoroco, las almejas gigantes y el bígaro vivo. Son los ingredientes de esta receta para el optimismo, regada con pisco sour y jugo fresco de limones verdes. En Valparaíso, aquí donde los males del espíritu se esconden, rendidos ya a la evidencia de que es mejor vivir que lamentar.