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Ry Cooder: la guitarra más influyente del planeta

8 Ago

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por Carlos Fuentes

En tiempo de música gratis y descargas a tropel, cada vez son más los que piensan que los anaqueles de la cultura están obligados a vender mercancía como un supermercado despacha marca blanca. Pague dos y lleve tres. Algo así ocurre con la música en directo. Se valora mejor el concierto que es más largo. Como si el artista se vendiera al peso, como si el músico fuera un plato barato cocinado al por mayor.

Por fortuna, todavía sobreviven creadores que plantean su oferta escénica con actitud sibarita: raciones escasas, calidad cinco estrellas. Gran ejemplo de este compromiso pata negra es Ry Cooder, el influyente guitarrista californiano que durante las dos últimas décadas se ha arrimado, con tino y muy buen gusto, a algunos de los campos sonoros más nutritivos del planeta. Una trayectoria de enjundia que oscila entre las raíces del blues, como el audaz disco africano Talking Timbuktu, al sentido homenaje al patrimonio cultural chicano de Chávez Ravine, pasando por la gloriosa época de las músicas tradicionales cubanas que rescató del olvido en los discos Buena Vista Social Club.

Quince años después de su aventura con el bluesman malí Ali Farka Touré, que en 1995 obtuvo el primer premio Grammy por un músico africano, y a punto de cumplirse un cuarto de siglo de la banda sonora de la película Paris Texas, que hizo crecer mucho el interés por las músicas para cine, Ry Cooder desembarcó en tres escenarios españoles (Barcelona, Madrid y Bilbao) para presentarse en formato de trío junto a Nick Lowe y a su hijo baterista Joachim Cooder.

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Conocido el elenco, del que a última hora se cayó el tejano Flaco Jiménez, convenía no perderse la clase magistral que ofrecieron estos dos veteranos de mil batallas en la escena hippie de la costa oeste y de la estirpe más elegante del mejor pop británico de todos los tiempos. Ahora, cuando se aprende a tocar la guitarra en baratos cursos on-line, Ry Cooder y Nick Lowe se las apañaron para completar un recorrido comprimido por la amplia gama de sonidos de las seis cuerdas.Con un guiño a los primeros años 90 (Fool who knows, grabada como Little Village junto a Lowe, John Hiatt y Jim Keltner) arrancó un concierto en el que Ry Cooder llevó la voz cantante.

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Su patrimonio musical ha crecido como pocos con el paso de los años. Bien demostrado quedó con Fool for a cigarette (Feelin’ good) que las margaritas no se plantan para que coman los cerdos: en 1974, cuando fue editada, esta pieza apenas alcanzó los puestos bajos de las listas éxitos. Un cuarto de siglo después, como ocurre con Tears on my pillow y Little sister, ha alcanzado aromas de clásico. Y por ese camino va Chinito, chinito, crónica simpática de la emigración asiática la costa oeste que en Madrid cantaron en ágil castellano Juliette Commagère (antes había abierto la velada con la aventura alienígena El U.F.O. cayó) y Emily Reppun.

¿Y Nick Lowe? Pues sobrado, elegante y simpático. Quien no conozca a este veterano debería visitar al médico o, más sencillo, dedicarle buen tiempo a su capacidad probada para rescatar las crónicas cotidianas de la vida moderna. Emocionante hasta no poder más con piezas de eficacia probada como la irónica Half a boy, half a man («sería mejor que cerraran sus casas y metan a los niños dentro, aquí llega la última estafa del siglo XX») y (What’s so funny ‘bout) peace, love and understanding, sí, la canción que Elvis Costello, de quien Nick Lowe fue productor en cinco discos y padrino al frente de The Attractions, situó en la memoria colectiva del mejor pop de todos los tiempos.

Pero volvamos a Ry Cooder, de largo el rey de la noche con una destreza con la guitarra slide a prueba de ataque nuclear. Se ha escrito, y mucho, que fueron Mick Jagger y Keith Richards quienes, caraduras, robaron sus líneas maestras para Tonky honk women, y que en Let it bleed The Rolling Stones le chuparon la sangre al guitarrista californiano, tan reacio a los focos de la fama fútil como, y hubo varios intentos, a aceptar la invitación para sumarse al grupo millonario de las satánicas majestades. Y todo porque Ryland Peter Cooder (Los Ángeles, 1947) ha preferido siempre jugar al margen de las grandes ligas comerciales.

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Más partidario de la calidad (con Van Morrison, que gasta fama de arisco pero que sí acreditó sus aportaciones, grabó el seminal Into the music) que de ser un bufón acompañante de superhéroes efímeros. Un ejemplo de honestidad artística que, por poner un ejemplo en las antípodas, contrasta con guitarristas tan bien dotados como complacientes como Carlos Santana o Gary Moore.

En el Palacio de Congresos, que no se llenó del todo aunque contó con una fiel audiencia de aficionados ya entrados en años, la raíz blues-rock de Ry Cooder quedó retratada con esmero de orfebre en temas añejos como Vigilante man, Losing boy, Crazy about an automobile, You gotta pay, One meat ball, Jesus on the mainline y, en clave de ranchera, Impossible. Se echó en falta, no obstante, una aproximación más profunda a esas músicas de pueblo que en los últimos años han sido objeto de desvelo para el maestro californiano.

Reconoció una vez Ry Cooder que no le gusta llegar tarde a las obras de artistas veteranos, él que ya rescató de las profundas sombras del olvido al pianista Rubén González («una mezcla entre Thelonius Monk y Félix El Gato», Cooder dixit) y al Nat King Cole cubano Ibrahim Ferrer en Buena Vista Social Club, y también a los genios chicanos Ersi Arvizu y Lalo Guerrero en el antológico Chávez Ravine. Quizá por eso sonó a demasiado poco que de la tragedia social que tumbó un barrio emigrante para dar paso a la construcción de un estadio de fútbol americano para los Dodgers apenas interpretara, como despedida, la conmovedora Poor man’s Shangri-La. Fue, digamos, la única sombra de una noche espléndida, noventa minutos para grabar a fuego en el disco duro. Pero ya se sabe que aquí nadie es perfecto, incluso Ry Cooder. Que vuelva cuando quiera.

Publicado en La Opinión de Tenerife en julio de 2009